Susana Hidalgo. 47 denuncias por violencia de género. Su ex-marido mató a su hija Andrea durante el régimen de visitas después de decirle «Te voy a hacer el mayor de los daños y te vas a acordar toda tu vida».
Ángela González. Denunció a su exmarido en 30 ocasiones por amenazas y agresiones. En el proceso de divorcio, el juez concedió al padre un régimen de visitas tutelado. Pero dos años después, sin atender la recomendación del equipo de servicios sociales que supervisaba esos encuentros, el juez aceptó un recurso del hombre y permitió que viera a la niña a solas. Una docena de vistas más tarde, mató a su hija de tres disparos.
María Salmerón. Denunció 20 veces. Su ex-marido fue condenado a 21 meses de prisión por maltrato. Nunca ha pisado la cárcel. Ahora ella se enfrenta a la posibilidad de entrar en prisión (en el momento de escribir esto me entero de que le acaban de conceder el indulto parcial, conmutándole la pena por trabajos a la comunidad) por proteger a su hija, que se niega a cumplir con el régimen de visitas impuesto para que vea a su padre condenado por maltrato.
Ana María Fábregas. Denunció 54 veces a su expareja, tenía causas repartidas por 15 jugados de Barcelona y él estaba condenado por quebrar la orden de alejamiento. Acabó siendo asesinada a martillazos.
I.G.B. Había presentado varias denuncias por violencia de género contra su exnovio. Fue asesinada en plena calle.
Maryna. Denunció 4 veces a su pareja. En todas retiró la denuncia. Fue asesinada en Castelldefels.
Iris Frances. Denunció a su pareja en varias ocasiones. La justicia rechazó concederle la orden de alejamiento. Su expareja la asesinó de varias puñaladas.
Sin nombre, 27 años. Presentó dos denuncias por malos tratos contra su marido. Fue estrangulada por él en Sants (Barcelona).
Sra Calleja. 19 denuncias, 3 juicios, 2 órdenes de alejamiento quebrantadas, 9 meses de condena para su maltratador. Acabó suicidándose tras más de 2 años de acoso.
Y así podría seguir.
Todas y cada una de estas historias me hablan de mujeres con una fuerza de voluntad increíble, y con una fe inquebrantable en la justicia. La misma justicia que las dejará desamparadas y pondrá sus vidas en manos de sus maltratadores.
Desde las administraciones se nos insta a denunciar. Y socialmente, también. cada vez que una mujer refiere amenazas, agresiones, o violencia de cualquier tipo, la primera reacción es siempre «¡Denuncia!«. Parece incomprensible que te amenacen o te agredan y no denuncies. ¿Cómo hacer comprender a quien nunca ha pasado por algo así la impotencia que se siente al denunciar y ver que no hacen ni caso, que no aprecian riesgo aunque este sea más que evidente, que nadie toma medidas eficaces? Siento que cuando nos dicen «¡Pues denuncia!» lo que realmente quieren decir es «cuéntaselo a alguien a quien le importe y no me des la brasa con tus rollos«.
Quienes hacen estas recomendaciones no parecen preocuparse, sin embargo, por lo que implica denunciar: el coste en tiempo, dinero, energía, y el impacto a nivel emocional para la víctima, el daño que hace la victimización secundaria, el ser permanentemente cuestionada y agredida por una administración de justicia que se supone que debería proteger a las víctimas. Y lo aterrador que es sentirte desamparada y desprotegida. Nadie parece preocuparse por los motivos por los que tantísimas mujeres retiran las denuncias, o qué es lo que está fallando para que no se concedan órdenes de protección a mujeres en grave peligro, o qué mecanismos no se activan maltratadores con sentencias tan ridículas o incluso inexistentes acaban matando a esas mujeres que les denunciaron repetidamente. ¿Por qué nadie creyó a esas mujeres? En el caso de Susana Hidalgo, por ejemplo, es significativa la respuesta que ha recibido en la sentencia del Tribunal Supremo, del mes de octubre:
«Aun lamentando profundamente el fatal desenlace, no se aprecia que, en el supuesto que nos ocupa, existiese un funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, sino un conjunto de decisiones jurisdiccionales que resolvieron lo que estimaron conveniente respecto de la forma en que debía canalizarse la comunicación de un padre separado de su hija.»
Así son las cosas, señora si su exmarido asesina a su hija durante el régimen de visitas, se aguanta, que la Administración de Justicia hizo lo que estimaba conveniente. Es decir: nada.
¡Denuncia, mujer! Si no denuncias no podemos ayudarte… Y si denuncias, tampoco.
El proceso de denunciar y llevar esta denuncia a término es muy largo y duro, los abusos son difíciles de demostrar incluso con partes médicos en la mano por el bloqueo judicial que tiende a poner en duda por sistema a la víctima cuando denuncia frente a la leyenda urbana que afirma que basta el testimonio de la denunciante para condenar, y es muy frustrante darse legalmente contra un muro cuando más necesitas del apoyo institucional. No hay que dejar de intentarlo, porque lo contrario es amparar su impunidad, pero no podemos jugarnos la vida en el proceso. Somos supervivientes, no heroinas.
Estamos permanentemente bombardeadas con la propaganda masculinista sobre los pobres hombres denunciados en falso y sin presunción de inocencia a los que tan solo hace falta una denuncia por venganza para meterlos en la cárcel y arruinarles la vida. Todo el mundo tiene un primo de un amigo de un sobrino de un cuñao de un tipo al que conoció tomando unas birras en la barra del Excalibur. O a un amigo a quien la loca de su ex le puso una denuncia falsa y EL POBRE tuvo que pasar por EL DRAMA de ir a testificar a comisaría. Los datos de mujeres que denunciaron y acabaron siendo asesinadas siguen siendo tenaces. Salvo que consideremos que la culpa de los asesinatos es de las propias víctimas, porque al denunciar llevan a unos pobres, pacíficos e inocentes hombres al límite… Presuntamente, claro, presuntamente siempre.