Este texto es un ejercicio para la asignatura de Identidad y Consumo en el marco de la reflexión sobre el papel del consumo en la construcción de nuestra identidad, en sus dimensiones tanto simbólica como material.

El teléfono móvil, ¿es un objeto de consumo necesario? ¿La adquisición de un teléfono móvil responde a una necesidad? ¿Qué puede explicar que una persona o una familia con pocos recursos priorice la compra de un teléfono móvil antes que bienes tradicionalmente considerados como más básicos?

Si analizamos el caso del teléfono móvil desde una perspectiva sociohistórica, observaremos que ha dejado de ser un símbolo de estatus propio de grupos sociales como «yuppies» o «pijos» en los 80, para popularizarse durante la primera década del siglo XXI y extenderse a todas las capas sociales y a todas las edades, desde un público infantil o prepúper hasta la tercera edad. No en vano, según una encuesta realizada en el año 2018 por el Instituto Nacional de Estadística, en España a los 12 años tres de cada cuatro niños disponen de su propio terminal de telefonía móvil, porcentaje que alcanza el 95% a los 15 años.

Estereotipo del grupo social categorizado como "yuppies" en los años 80
Estereotipo del grupo social categorizado como «yuppies» en los años 80

Lo que marca la diferencia ya no es tanto la posesión del objeto en sí como los atributos asociados al mismo que permiten diferenciar unos terminales de otros, y así a sus portadores: no es lo mismo tener un Huawei que un iPhone, como tampoco es lo mismo tener el modelo de iPhone de hace 4 años que cambiar al último modelo cada temporada y hacer cola durante horas para adquirir el estatus y el prestigio social que confiere pertenecer al grupo de los pocos privilegiados que son los primeros en adquirir el último modelo de Apple, antes de que se popularice por imitación y deje así de ser un símbolo de distinción

Marca, modelo y antigüedad configuran la dimensión simbólica y el valor signo del objeto, más allá de la lógica funcional en virtud de la cual todos los smartphones, desde el más barato al más caro, sirven prácticamente para lo mismo y pueden hacer las mismas cosas.

El significado social que comunican iPhone o Huawei es completamente distinto, y el acto performativo de poseer un teléfono de una marca o de otra comunica información sobre la identidad de su propietario/a, sus valores, su estatus, sus grupos de referencia y su estilo de vida. La elección de una marca y modelo u otro no se realiza por los atributos funcionales del objeto, sino en función del mensaje sobre nosotros mismos que deseemos proyectar socialmente.

Por otro lado, podríamos conceptualizar los vínculos sociales y las relaciones humanas como una «necesidad», de ahí que según el estudio realizado a ocho países por Teleco 2025, el teléfono móvil sea incluido dentro de esta categoría por el 51% de los encuestados, alcanzando el grado de «vital» para otro 35%.

Y es que, en su dimensión material, el uso del teléfono móvil ha cambiado nuestra cotidianidad y nuestra forma de relacionarnos. ¿Cómo se buscaba trabajo antes de Internet y del correo electrónico? ¿Cómo se conocía la gente con interés romántico o sexoafectivo antes de aplicaciones como Tinder o Instagram? ¿Cómo nos enterábamos de cómo le va a nuestro ex antes de Facebook? ¿Cómo se relacionaban padres y madres de alumnos antes de Whatsapp? En ese sentido, si contemplamos como una necesidad el no estar desconectados de nuestro entorno y mantener vivas nuestras relaciones sociales inmediatas, tiene sentido que el smartphone y el universo de aplicaciones que lo rodea sean contemplados como una necesidad en el contexto de esa nueva cotidianidad socialmente construida. En palabras de Berta Saliner, psicóloga infantil:

Es entre los 12 y los 14 años (…) cuando se despierta la necesidad psicológica más álgida de identificación y pertenencia de su grupo de iguales o de referencia… el cual se concentra y fomenta en gran parte hoy en día a través de Internet.

Recordemos la pregunta de partida: ¿Qué puede explicar que una persona o una familia con pocos recursos priorice la compra de un teléfono móvil antes que bienes tradicionalmente considerados como más básicos? Pero es que la propia noción de «bien básico» ha variado, como demuestran los datos citados más arriba. Hoy en día no se conciben procesos sociales como la búsqueda de empleo sin móvil, correo electrónico e Internet. Son escasísimas las empresas que aceptan CVs en papel en sus procesos de selección de personal. Tampoco las personas de mayor poder adquisitivo «necesitan» estrictamente hablando cambiar de móvil cada temporada y tener siempre en su poder el último modelo, y sin embargo ese consumo, que la única necesidad que denota es la de visualizar su estatus social, su pertenencia a un grupo social y económicamente privilegiado, y su necesidad de diferenciarse de aquellos que no pueden permitirse ese gasto, no nos la cuestionamos, quizá porque partimos de presupuestos tan obsoletos como clasistas en nuestro planteamiento inicial.

Ahondando en la perspectiva sociohistórica, la pregunta sobre la pertinencia o no de tener un teléfono móvil hoy en día carece de sentido: es el equivalente a la pregunta de si vale la pena o no gastar dinero en una tele o mejor dedicar esos recursos económicos a cubrir otras necesidades más básicas. De hecho, quien comunica abiertamente que no tiene televisión, lo hace precisamente porque desea proyectar una imagen y una identidad determinadas: diferenciarse de los grupos que consumen ocio audiovisual que podríamos denominar mainstream y situarse en un plano superior, en un estatus muy por encima en la estructura social. Decía Bourdieu que el gusto es indisociable de la clase social, y por eso no se puede analizar en términos individuales. Así, comunicar un estilo de vida en el que el consumo audiovisual doméstico esté ausente por no tener televisión en casa envía una señal visible del capital cultural de quien opta por prácticas de consumo alejadas de lo convencional y socialmente legitimadas como distinguidas. Mientras que escuchar reggeaton en el metro en un móvil sin auriculares es propio de clase baja, no consumir programas de telebasura pero ver Netflix u otras plataformas de pago es propio de la clase media (y de personas de clase baja con un deseo de imitación para adquirir su estatus de la clase inmediatamente superior, mediatizado por su disponibilidad económica), mientras que no tener tele pero ir a la ópera es propio de clases altas (y de clases medias que desean imitarlas).

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