
Cuando hablamos del análisis de los discursos, recordamos que tienen dos capas: directa, es decir, al pie de la letra, o semántica, que le da un sentido latente a partir de la primera lectura directa. Aquí hablaremos de mensajes implícitos y explícitos.
El tratamiento que se le ha dado a la tercera edad desde las instituciones sociales durante la crisis del coronavirus ha sido ambivalente. En una primera etapa, cuando prevalecían los llamamientos a mantener la calma y que no cundiera el pánico entre la población, los mensajes pretendidamente tranquilizadores iban en la línea de intentar desactivar el miedo colocando el foco del peligro en los colectivos más vulnerables. Algo así como «tranquilos, no hay de qué preocuparse: el coronavirus solo es letal con personas mayores o con patologías previas«, lo cual transmite el mensaje implícito de que hay ciertos sectores poblacionales en los que no vale la pena invertir demasiado esfuerzo económico y sanitario, porque iban a morir de todas formas fruto de una gripe estacional o cualquier otra patología leve.
La precaria situación de los centros de mayores era conocida y denunciada desde hace años. Ya en el año 20016, el responsable de la Agencia Madrileña de Atención Social aseguraba que la falta de material y de personal, la excesiva carga de trabajo, la comida y las infraestructuras deficiones eran un problema coyuntural, que no se ha resuelto en estos años. En 2018 las denuncias se acumulaban sin que la administración hiciera nada al respecto. En enero de 2019, un centenar de familiares interpusieron una denuncia contra la residencia Mirasierra, en abril del mismo año se archivó la denuncia de 120 familiares de ancianos por «trato inhumano» en la residencia Los Nogales. En 2019 familiares de personas mayores alertaban que «el deterioro en la atención a las personas mayores que viven en residencias es alarmante«, y que para ellas «se contrata a empresas que ofertan al menor precio sin pensar en las personas en absoluto, sin atender a condiciones ni reclamaciones«.
Desde el minuto uno desde que saltó la alerta sanitaria, las residencias de mayores han alzado la voz para advertir que estaban desbordadas, que no son instalaciones medicalizadas y que no estaban preparadas para hacer frente a una crisis sanitaria de estas proporciones. Si en circunstancias normales su infraestructura ya es bastante precaria como hemos visto, en una pandemia de estas dimensiones sobrepasa ampliamente su capacidad de respuesta. La reacción que han obtenido por parte de la administración han sido promesas en el plano explícito, pero a nivel implícito las residencias de ancianos han estado muy lejos de constituir una prioridad en las acciones, quedando abandonados a su suerte hasta que se ha intervenido en una fase tardía de la crisis, denunciando incluso no solo la falta de medios, sino en algunos casos que han llamado a urgencias y nadie ha acudido. Así, no es casual que se repita el mismo patrón: más de la mitad de los fallecidos por coronavirus vivía en una residencia de ancianos. El titular se repite calcado en Barcelona, Castilla y León, Extremadura, Murcia, Asturias… En el caso de la Comunidad de Madrid, el balance es confuso debido a un cúmulo de circunstancias que no puede ser enteramente atribuible al estado de la crisis sanitaria en la región (la más afectada con diferencia), ni tampoco enteramente atribuible a la situación previa de las residencias que hemos comentado anteriormente y que era conocida por la administración, del mismo modo que no puede ser ajeno al modelo de gestión privada de las residencias promovido por el poder político que gobierna la región.
Hay un problema de incompatibilidad básica FUNDAMENTAL entre las reglas de la economía de mercado y las residencias de mayores, centros de menores, reformatorios, cárceles y similares. Y ese problema se ve en Primero de Economía, salvo que la propaganda y el interés te cieguen https://t.co/pxLfNsG3Xm
— AloeVega y la Navidad de Pega (@MV3ga) April 2, 2020
En el nivel explícito, sin embargo, nos horrorizamos cuando nos enteramos de que el ejército ha encontrado a ancianos fallecidos en sus camas al entrar a desinfectar las residencias, nos indignamos cuando oímos hablar del triaje que prioriza pacientes según su esperanza de vida, clamamos contra la Generalitat por ordenar que no se ingresen en las UCIs a mayores de 80 años, o ponemos el grito en el cielo cuando nos llega la información desde Bélgica y Holanda de no ingresar a ancianos en hospitales.
The most-read article on @elespanolcom says that "The Netherlands accuses Spain and Italy of admitting patients that are too old for intensive care". It is a shameful piece of misreporting and bad translation (thread) pic.twitter.com/TFBMrBo8Ss
— Alexandre Afonso (@alexandreafonso) March 28, 2020
Aunque se trate con toda probabilidad de una desafortunada interpretación fruto de una mala traducción del medio que recogió las declaraciones, algún medio ha titulado incluso «dejar morir», lo interesante en el ámbito que nos ocupa es la respuesta social cosechada, que ha sido prácticamente unánime en la defensa de las personas mayores y vulnerables, cayendo las pocas voces que se han posicionado en contra indudablemente en la categoría de trolls provocadores, y no en la de quien intenta promover un debate sobre los criterios de priorización en caso de emergencia sanitaria y escasez de recursos.
No digas nada, solo entra en su perfil y denuncia su cuenta. Es hora de sacar la basura. pic.twitter.com/dhUUxSFdUC
— Cronopia (@LaCrono__) March 27, 2020
Vivimos en un contexto sociocultural marcado a fuego por siglos de moral católica, donde temas como la eutanasia encuentran muchas dificultades para abrirse un hueco en el debate público, y no fue hasta el 2018 que se aprobó en el Congreso de los Diputados una ley de muerte digna. No obstante, vivimos también en una sociedad postindustrial, donde los núcleos familiares se han reducido notablemente, los hogares son cada vez más pequeños, y la relación con nuestros mayores es más distante. Al mismo ritmo que crecía la esperanza de vida y el fortalecimiento del Estado del Bienestar permitía una vida económicamente autónoma de nuestros mayores, nos hemos ido alejando progresivamente de ellos. Nos cuesta admitirlo todavía en el discurso explícito, pero a nivel implícito es un fenómeno sociológico que tenemos más que integrado.
El Covid-19 ha hecho explícito un problema que no era desconocido, pero tampoco representaba una prioridad en el debate público.
Serie completa:
Una socióloga confinada. DÍA 3 (martes). Performance espontáneas
Una socióloga confinada. DÍA 4 (miércoles). Seguridad y sensación de control
Una socióloga confinada. DÍA 5 (jueves). Legitimidad democrática
Una socióloga confinada. DÍA 6 (viernes). Capital social y religión
Una socióloga confinada. DÍA 7 (sábado). Disciplina y otras áreas de análisis
Una socióloga confinada. DÍA 9 (lunes). Tolerancia social a la violencia
Una socióloga confinada. DÍA 10 (martes). La importancia de la comunidad
Una socióloga confinada. DÍA 12 (jueves). Recolección de datos sociológicos
Una socióloga confinada. DÍA 13 (viernes). Una sociedad sin ritos
Una socióloga confinada. DÍA 14 (sábado). La dimensión económica
Una socióloga confinada. DÍA 16 (lunes). Hipótesis de trabajo y marco teórico
Una socióloga confinada. DÍA 17 (martes). La importancia del frame
Una socióloga confinada. DÍA 18 (miércoles). Propuestas encaminadas a una renta básica universal
Una socióloga confinada. DÍA 19 (jueves). Coronavirus y clase social
Una socióloga confinada. DÍA 20 (viernes). El tratamiento a la tercera edad
Una socióloga confinada. DÍA 21 (sábado). El miedo como mecanismo de control social
Una socióloga confinada. DÍA 22 (domingo). Todos somos héroes
Una socióloga confinada. DÍA 24 (martes). La mascarilla como burka laico
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