El domingo pasado tuvimos una interesante entrevista/debate en instagram con Estela, de @te.lo.cuento.to, sobre la relación entre socialización y procesos de marginación. Su premisa de partida es que si la vida ha sido dura con una persona, esa persona debería «madurar» antes y ser capaz de tomar sus propias decisiones éticas. Mi hipótesis, por el contrario, es que el concepto «madurar» no es universal, es el contexto social el que llena de contenido el concepto «madurez».
No significa lo mismo «madurar» cuando eres una adolescente en una sociedad gitana donde las relaciones sexuales prematrimoniales constituyen un fuerte estigma social para toda la familia, donde hay un fuerte control sobre las niñas y jóvenes con el objetivo de preservar su pureza para el marido, que han tenido que colaborar en las tareas del hogar desde niña y el instituto se considera una fuente de peligro por las posibles relaciones con chicos payos, a los 15 años están prometidas y antes de alcanzar la mayoría de edad ya son jefas de su propio hogar con lo que eso implica de acceso a la adultez; que en el contexto de una sociedad de clase media blanca, donde la entrada en el mundo adulto se produce una década más tarde, hasta los veintimuchos no se accede al mercado laboral al finalizar carrera y máster, y a los treinta aún se está lidiando con trabajos precarios y mal pagados que retrasan la emancipación del hogar familiar. No significa lo mismo «madurar» en estos dos contextos, ni tiene el mismo contenido.
Por eso, cuando una persona ha vivido su proceso de socialización en un contexto de exclusión social, de pura supervivencia, las normas éticas interiorizadas son muy distintas de quien no se ha visto jamás en ese contexto, y por ese motivo no se le puede juzgar con el mismo criterio, del mismo modo que los historiadores no pueden juzgar el pasado con criterios del presente.