Cada vez que leo en algún sitio que la clave para luchar contra la corrupción está en reformar las instituciones y las leyes, pienso que apañados estamos entonces.
Si alguna vez has pillado a un niño haciendo una trastada, y pensando que el peque es lo suficientemente maduro y consciente como para entender lo que ha hecho mal, se te ha ocurrido preguntarle «¿Qué castigo crees que te mereces por lo que has hecho?«, seguramente sabrás (o intuirás) que su respuesta siempre es un castigo mil veces más laxo que el que tú le habrías impuesto. Los dos lo sabéis: si dejas la imposición del castigo en manos de quien ha cometido la falta, estás avanzando un pasito más hacia la impunidad.
Si la ley está redactada de tal forma que la corrupción de los grandes actores sociales apenas se castiga, y las instituciones no vigilan lo suficiente porque están controladas por esos mismos actores, la única forma que tenemos de castigar a los corruptos es echarles a patadas de sus cargos. La única herramienta que tenemos de verdad en nuestras manos es el voto.
Mientras la corrupción no tenga un reproche social contundente, y no lo tienen porque en muchos casos la sociedad siente que se beneficia de una forma o de otra de ella (a mí me da igual que mangoneen mientras creen puestos de trabajo, será lo que sea pero ha limpiado Marbella de gentuza, etc.), mientras la corrupción no se castigue echando a patadas al corrupto de su cargo, mientras la lucha REAL contra la corrupción no suponga un plus electoral, los políticos actuales que se benefician de sustanciosos sobres y de la laxitud de la justicia, no tienen ningún incentivo para corregir el sistema actual, que les beneficia antes, durante y después de la comisión del delito.