Si colocamos a una rata en una caja con una palanca y le damos una bolita de comida cada vez que la pulse, la rata comenzará a darle muy rápido. Poco a poco, el ritmo de pulsación irá decreciendo hasta pararse. Al final, la rata sólo le dará a la palanquita cuando tenga ganas de comer.
Si no le damos bolitas aunque pulse la palanca, quizá lo intente un par de veces, pero tarde o temprano se cansará y se dedicará a otra cosa.
Pero si queremos ser realmente chungos con esa rata, si queremos ser una Cruella De Vil de la experimentación animal, démosle una bolita cada cierto tiempo. Sin un patrón predecible. Quizá pulse la palanca cinco veces y reciba cinco bolitas; quizá una o ninguna. ¿Qué hará entonces la rata? Empezará a darle a la palanca de forma frenética. Sabrá (o creerá saber) que mientras más veces le dé a la palanca, más posibilidades tiene de obtener comida.
Eso se llama programa de reforzamiento intermitente.
El problema del reforzamiento intermitente es que hace que vivamos siempre instalados en la posibilidad de una bolita. No observamos la realidad. Creemos firmemente que en algún punto el otro será capaz o decidirá darnos todas las bolitas que necesitamos y saciará nuestra hambre de afecto y cuidados.
“Tu problema es que ves lo que la gente podría ser, no lo que la gente es. Ves la parte bonita de las personas y te enamoras de eso. Pero tienes que enamorarte de sus acciones reales, de lo que hacen de verdad, no de cómo serían si no estuvieran emocionalmente destruidos o si siempre te dieran lo que necesitas. Porque eso no está sucediendo.”
Además, la ausencia es mucho peor. Preferimos algunas bolitas a ninguna bolita en absoluto; al menos, así no moriremos de hambre.
La primera pregunta que nos surge es: ¿por qué lo hace? ¿qué he hecho ya para merecer esto?
La respuesta es: no lo sé. No sé por qué lo hace. Probablemente no tiene mala intención. Quizá es la única forma que conoce de conseguir atención y afecto. Quizá teme que si te da todas las bolitas que quieres, te hartarás de pulsar la palanca o, casi peor, la pulsarás incansablemente hasta dejarle sin nada. Lo importante no es por qué lo hace, sino que lo hace; está sucediendo y tú tienes que protegerte.
La segunda pregunta, por tanto, es: ¿cómo me protejo?
Te propongo dos estrategias.
1. No darle en absoluto a la palanca. Es la estrategia ideal. Te sientas en una esquina de la caja y te pones en huelga. A la palanquita, real o figurada, le va a dar tu p**a madre. Al principio será complicado. El momento clave llegará cuando te des cuenta de que, de hecho, hay un montón de cajas con otro montón de palancas para pulsar, y que muchas de ellas tendrán un programa de reforzamiento más agradecido que éste. ¿Sabes esa sensación que tienes ahora de que el maromo o la maroma en cuestión es TU MEDIA NARANJA y EL HOMBRE/LA MUJER DE TU VIDA? Es mentira. Es un engaño de tu cerebro para que hagas lo posible por reproducirte. Sobreponte a ese engaño y sé fuerte.
2. Darle a la palanca a muerte. Te puede parecer una estrategia loca, pero te animo a que la pruebes. Llámale SIEMPRE que te apetezca, intenta quedar con él/ella todas las veces que te entren ganas. Si te sale del corazón, hazle regalos, ve a esperarle a la salida del trabajo y mándale mensajes bonitos por el Facebook. No hace falta que te conviertas en un acosador/a; limítate a ser sincero.
Con un poco de suerte, sera él o ella quien haga todo el trabajo y deje de darte bolitas. Y no será un rechazo. Tú te estarás mostrando como eres y te darás cuenta de que la otra persona no quiere a alguien como tú. Será tan sencillo como probar juntas dos piezas de puzle y ver que no encajan. Busca otra pieza y prueba de nuevo.
El cambio sólo sucederá cuando el dolor de no cambiar sea mayor que el dolor de hacerlo.
Y sí, sigo muerta de miedo.
