Nuestro pasado y nuestras experiencias nos condicionan en el presente, es indudable. Y es terrible cuando nuestros miedos afectan precisamente a aquellos que están ayudándonos a superarlos.
En mi caso me he dado cuenta de que todavía no estoy preparada para dar los cuidados que una relación requiere. Porque una relación adulta requiere afrontar los conflictos de manera constructiva, y yo me cago de miedo. Cuando noto una mínima mala vibración en el ambiente, en lugar de preguntar «¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Puedo hacer algo para que te sientas mejor?«, mi reacción es correr a esconderme. Quizá ni siquiera sea culpa mía que la otra persona esté mal, o tal vez sí, pero inmediatamente asumo que es culpa mía, me siento fatal, me veo incapaz de afrontar esa situación y mi reacción es buscar la manera de desaparecer. En cuanto me salta el fusible que detecta un mínimo mal rollo, corro a esconderme como un conejo asustado.
No es una actitud sana, ni adecuada, ni adulta de encarar las situaciones de conflicto. Y sé que es una reminiscencia del pasado. Me aterran los gritos, los insultos, los reproches, las malas caras, los silencios hostiles y las reacciones químicas que desencadenan en mi cerebro. Aunque la persona en cuestión jamás me haya levantado la voz y se corte la lengua antes de proferir un insulto. Lo sé, me he dado cuenta y me lo estoy trabajando. Aún estoy intentando superar la dependencia afectiva y emocional, y están saliendo a la luz los efectos de una exposición prolongada a una relación altamente tóxica.