Ahora soy yo quien necesita aislarse se la estulticia y de la ignorancia que han tomado el control.
Estoy harta de desmentir bulos. Los rumores circulan a la velocidad de la luz. Ni siquiera creo que la mayoría procedan de gente aburrida con ganas de liarla, sino más bien de malas interpretaciones y malentendidos que corren como la pólvora. En la tele dicen que los seguros (Sanitas y similar) no te cubren el coronavirus y te mandan a la pública, y que los seguros de cancelación de viajes tampoco se hacen cargo por pandemia. Y la gente llega a la conclusión de que si tienes un accidente de coche o moto, el seguro tampoco te va a cubrir porque hay estado de alarma y los desplazamientos están prohibidos (que no lo están). Poco nos pasa
La gente saca conclusiones absurdas porque son incapaces de entender lo que se les dice. Ni comprensión lectora ni comprensión oral: no entienden lo que les están diciendo, lo malinterpretan, se lían, sacan conclusiones ridículas, las envían con buena intención, y empiezan a correr porque quien las recibe tampoco tiene la capacidad crítica para hacerles entender que lo que están diciendo no es así. En palabras de Carlos Hidalgo: un tsunami cuñao.
Se pasan trucos unos a otros para protegerse del virus, como lavar con agua caliente toda la compra del súper, incluidos los cartones de leche o las bolsas del pan de molde, o desinfectar las patas de los perros al volver del paseo, o dejar los zapatos en la puerta, en un remedo psicótico del día de Navidad.
En los primeros días de la pandemia, ver a gente por la calle con mascarillas era un detector estupendo de quién se había dejado llevar por el pánico y la estupidez. Ahora, el símbolo distintivo de la credulidad consiste en dejar los zapatos de toda la familia fuera de casa. Demostraciones públicas del grado de adhesión alcanzado a las consignas de «disciplina social«, de la capacidad de penetración de los bulos más ridículos, de cómo la credibilidad en las fuentes oficiales ha caído en picado, y en la necesidad que tenemos de mantener el control cuando todo se desmorona, de aferrarnos a cualquier cosa que nos aporte seguridad. Llegados a este punto, ya nos da lo mismo dejar los zapatos en la puerta que ver al ejército patrullando las calles.
Ahora, más que nunca, no me siento representada por esta sociedad y la dirección que estamos tomando me da pánico. Lo peor es que esta situación se reproduce a escala planetaria: no hay lugar donde poder huir.
Ayer salí a comprar al súper del barrio. Cuatro cosas básicas para sobrellevar mejor el confinamiento. Me picaba ligeramente la garganta, y me moqueaba la nariz como siempre por esta maldita sinusitis crónica. Tuve que aguantarme las ganas de toser y de sonarme la nariz, para no asustar a la cajera. Ayer comentaba en las noticias la presidenta de una asociación de tripulantes de cabina de pasajeros que los aviones procedentes de algunos países vienen llenos, que los pasajeros tienen la manía de darles pañuelos usados, que «una persona le tosió casi en la cara» a una compañera. Comportamientos que hace un mes nos parecían desagradables o incluso repugnantes, hoy elevan el nivel de paranoia a cotas que se salen de la tabla.
No creo que, a estas alturas, quede nadie ya que aún defienda la épica del trabajo sobre el cuerpo, nadie que presuma de no haberse cogido jamás una baja, de haber ido a trabajar con 40º de fiebre.
Cuando salgamos de esto, puede que el capitalismo mundial no haya cambiando, pero lo que sin duda está cambiando son las formas de relacionarnos.
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