PUTA. ESTRECHA. ZORRA. CALIENTAPOLLAS.
¿PERO ME VAS A DEJAR ASÍ?
Me vais a decir que vosotros nunca habéis dicho nada de eso. Y vuestros amigos tampoco. Eso ya no pasa. En vuestro círculo no lo habéis visto jamás… Es mentira y lo sabéis.
Es posible estar absolutamente en contra de la violación, y a la vez ser un violador.
La Manada, Chuso de Mujeres Hombres y Viceversa, José María en Gran Hermano Revolution.
Todos estos casos, en su momento fueron objeto de un gran seguimiento mediático. Todos ellos tienen en común que ninguno creía estar siendo un violador.
Violación es una palabra muy fuerte que nos predispone en contra de una manera automática, nos hace saltar como un resorte, tiene una fuerte carga emocional.
No obstante, si hablamos de si es lícito presionar, insistir, utilizar el alcohol como lubricante social para hacer caer barreras que sabemos de antemano que estarán ahí… entonces entramos en una zona gris llena de matices.
Cuando el “NO” no es el fin de la conversación sino el principio de la negociación, es cuando hablamos de “CULTURA DE LA VIOLACIÓN”. ¿Cuántos hombres en esa sala han oído alguna vez eso de que cuando una mujer dice “no”, en realidad quiere decir “sí” pero “se está haciendo la estrecha porque no quiere parecer demasiado fácil”? ¿Y cuántas mujeres han dulcificado una negativa por no ofender o por miedo a una reacción desagradable?
Y es por eso que se puede ser un violador sin ni siquiera ser consciente de ello y pese a estar contra de los violadores de una forma absoluta y sin matices.
La imagen socialmente construida del violador nos retrotrae al hombre oculto con una capucha, escondido en un callejón oscuro, en una madrugada solitaria, que te pone en una navaja en el cuello para forzar un encuentro sexual.
Le debemos a Susan Brownmiller la idea de que la violación no es un acto pasional sino político: un ejercicio de poder utilizado para perpetuar el dominio masculino y que no afecta únicamente a aquellas mujeres que la han padecido. El miedo a ser víctima de violación condiciona el comportamiento de todas las mujeres y funciona como mecanismo de control social manteniéndolas, como grupo social, dentro de unas pautas de comportamiento socialmente aceptables, delegando el espacio público a los hombres.
Los consejos que se dan a las mujeres desde el poder institucional inciden en la cultura del miedo al violador desconocido. En las recomendaciones del Ministerio del Interior para la prevención de la violación, se aconseja a las mujeres que tengan cuidado con los desconocidos y con los lugares solitarios, y señala vivir sola como un factor de riesgo para ser víctima de violación.
Las recomendaciones de los cuerpos de seguridad del Estado van en la misma línea: cuidado con los desconocidos y con los callejones oscuros.
Esta imagen socialmente construida del violador de la capucha para mantener a las mujeres bajo la protección masculina y alejadas de entornos en los que se considera que no son aptos para las mujeres (la noche y el espacio público, fundamentalmente), tiene más de mito social útil para el mantenimiento del orden social que de evidencia basada en los datos:
Solo en el 10% de los casos de violación y agresiones sexuales el perpetrador era un extraño, mientras que en el 56% el agresor era la propia pareja de la víctima y en el 33% un amigo, conocido o miembro de la familia.
La pervivencia de este mito social tiene otro problema añadido: invisibiliza la gran mayoría de las violaciones, y conlleva que ni las propias víctimas se reconozcan como tales, se culpen a sí mismas y dificulte el proceso de sanación. No solo es difícil con toda la sociedad señalándote con el dedo y haciéndote la habitual gama de preguntas “¿cómo ibas vestida? ¿le provocaste? ¿Le diste a entender algo que no era? ¿Para qué subiste a su casa si no querías nada?” Y es que en 7 de cada 10, la violación se inició como un encuentro sexual no solo consentido, sino deseado.
La ausencia de representaciones de la violación alternativas al discurso del violador del callejón solitario que te aborda una noche oscura y te penetra mediante el uso la fuerza implica que del millón setecientas mil mujeres españolas que a lo largo de su vida sufrirán una violación, casi millón y medio no se verán reconocidas en esa construcción social de la violación. Y esta construcción social permite por un lado perpetuar la impunidad de los agresores sexuales, y por otro legitimar la culpabilización de la víctima
En el caso de los delitos contra la libertad sexual, las primeras leyes que sancionaban legalmente el acoso sexual no entraron en vigor en Estados Unidos hasta finales de 1991, tras un intenso debate social a raíz de la denuncia por acoso sexual de Anita Hill contra Joe Biden, cuando pudimos escuchar por primera vez la consigna “Yo sí te creo, Anita”.
Fueron necesarias casi dos décadas de trabajo feminista, de concienciación, de redefinición de categorías como abusos y agresiones sexuales donde antes no existían, como por ejemplo entre jefe y subordinada o en el matrimonio, hasta que se logró incorporar en textos legales.
El propio concepto de violación en España no fue reconocido como un delito contra la libertad sexual hasta 1989. Hasta esa fecha, la violación no era un delito contra la libertad sexual sino contra la honestidad. Y no fue hasta el año 2015 que la Macroencuesta 2015 elaborada por la Delegación de Gobierno para la prevención de la Violencia de Género por primera vez incluyó en el cuestionario preguntas sobre violencia sexual. Solo así ha podido conocerse, según los resultados de este estudio, que el 7,2% de la población española femenina (1,7 millones de mujeres residentes) ha sufrido una agresión sexual alguna vez en su vida. Sin un trabajo previo de conceptualización y redefinición de las agresiones sexuales por parte de una minoría activa, estas cifras habrían permanecido invisibilizadas incluso para las propias víctimas.
Y uno de los siguientes muros a derribar es la construcción social de la imagen del violador y del propio ejercicio de la violación.
La violación no es un encuentro sexual no consensuado donde el perpetrador tiene una libido desbocada e incontrolable que intenta saciar: la violación es un ejercicio de poder.