Uno de los aspectos que me resultan más desoladores de esta pandemia ha sido ver explotar la ficción de que la brecha digital estaba prácticamente superada y ya era solo un fenómeno minoritario relacionado con personas de edad muy avanzada.
El primer confinamiento, en marzo, nos pilló a todos con el pie cambiado y empezaron a emerger problemas derivados del cambio brusco de un modelo de educación presencial a otro online para el que muchas familias no estaban preparadas: hogares con una conexión a internet precaria o teniendo que tirar de datos móviles, familias con varias criaturas y sin ordenador o con uno solo para compartir entre padres teletrabajando y peques estudiando… por no mencionar directamente la ausencia de un espacio adecuado para que puedan estudiar con o sin herramientas TIC, que eso probablemente ya venía de antes. La brecha tecnológica se evidenció como una cuestión de clase, y no de edad como habíamos creído ingenuamente hasta ahora.
Una brecha de clase que no se soluciona (únicamente) mediante intervención pública, poniendo recursos y repartiendo ordenadores o tablets, porque los factores estructurales son mucho más profundos.
Pero por si todo lo anterior no fuera suficiente, llega septiembre, el reinicio del curso escolar, la vuelta al cole… Se reemprenden las clases y con la detección de los primeros casos positivos en las aulas empiezan los confinamientos selectivos, las clases cerradas y la docencia online. Y el sistema se resquebraja. Ahora ya no se puede alegar falta de previsión. 4.500 aulas confinadas, aproximadamente 90.000 alumnos y alumnas en sus casas, teóricamente recibiendo clases mediante teledocencia. Y las fracturas del sistema salen a la luz.
Por un lado, los agujeros negros de un sistema laboral que carga sobre las mujeres la responsabilidad de la conciliación, que considera los cuidados una carga económica que hay que eludir. Se señala la «irresponsabilidad de los padres» para fingir que no vemos la precariedad económica, la pobreza, la inestabilidad laboral, el riesgo permanente de exclusión social, tener que elegir entre cuidar o comer. Porque eso tiene unos culpables a quienes no queremos señalar.
Centros sin recursos suficientes y aplicaciones institucionales carísimas pero con un desarrollo poco intuitivo ponen en evidencia que el problema no es individual, no es una cuestión de familias sin recursos suficientes: es un problema institucional, estructural y sistémico.
Y lo que es aún peor, y probablemente no tengamos bien cuantificado: personal docente sin la capacitación más básica para dar formación online, lo que nos indica que la brecha tecnológica es más profunda y viene de mucho más atrás de lo que creíamos. La brecha tecnológica no se supera por el hecho de que el 95% de los menores de 15 años tengan su propio móvil o porque youtube y Netflix se hayan convertido en alternativas de ocio barato.
Las carencias del profesorado, así como las de padres y madres, en materia tecnológica se trasladan a la infancia, que aprende sin referentes. De ahí, por ejemplo, que la edad de acceso a la pornografía haya caído de los 14 a los 8 años y el móvil sea su principal puerta de acceso. O que whatsapp sea la aplicación más utilizada para el ciberbullying, o instagram la red social donde más se practica el acoso online. Si familias y docentes no conocen los usos que les están dando a las tecnologías que usan niños/as y jóvenes habitualmente, difícilmente podrán darles unas pautas claras de utilización y protección, y prohibir el móvil en los centros parece una frágil solución. Frente a la demonización y el miedo a la tecnología, hace falta muchísimo aprendizaje y pedagogía, pero no solo entre las criaturas.
En un modelo capitalista como en el que nos encontramos inmersas, cada vez más enfocado en la economía del conocimiento, educar en el analfabetismo digital a toda una generación de los estratos económicos más desfavorecidos es condenarles a ser mano de obra barata en el futuro, llevarles toda su vida por el borde del precipicio de la exclusión social. En un país en el que el mejor predictor del éxito o fracaso escolar del alumnado es el nivel educativo de sus padres (y, significativamente, el de las madres), estoy convencida de que esta situación no es ni mucho menos casual, hay una deliberada voluntad política en esto.
Por si no lo teníamos claro, esta pandemia ha ayudado a visualizar cómo el poder económico trabaja activamente por profundizar la desigualdad, y cómo el poder político está contribuyendo a cronificar la precariedad de la actual generación de la clase trabajadora, y de las siguientes.
Van a por nosotros. A por nosotros…TODOS!
🙂