En los grupos de usuarios de vehículos eléctricos, una pregunta suele aparecer con cierta frecuencia. ¿Por qué los «haters» del vehículo eléctrico demuestran su odio con tanta vehemencia hacia una tecnología que es no ya el futuro sino el presente de la movilidad, especialmente urbana?
Aquéllos a quienes denominan con desprecio «petrolheads» (estás tú pa’hablar de odio, ¿sabes?) dan muestras, eso es cierto, de estar bastante enfadados. ¿Por qué? Tengo algunas hipótesis.
En primer lugar, creo que es un error de concepto pretender que esta postura contraria al coche eléctrico nace de una oposición a la tecnología por alguna especie de amor incondicional a la gasolina o algo parecido. La oposición es a sus efectos, no a la tecnología como tal. Desde el ludismo durante la revolución industrial a las cajas de autopago en los supermercados pasando por el vehículo eléctrico, la oposición a estas tecnologías no nace de un espíritu reaccionario, sino de la constatación de los efectos que la adopción masiva de esta tecnología tiene para determinados colectivos.
Que la ZBE de Barcelona, la primera y la más grande de España en implantarse, fuese tumbada en sede judicial por afectar a demasiada gente y porque el estudio de impacto socioeconómico en el que se sustentaba careciese de un mínimo de rigurosidad (que el informe para justificar su entrada en vigor era una puta mierda, hablando claro) ya debería darnos alguna pista de por dónde van los tiros.
La tecnología en sí misma no es la que levanta oposición, sino la gestión política derivada del abandono del principio de neutralidad tecnológica por parte de las administraciones públicas, y sus efectos sobre determinados colectivos afectados por estas medidas.
Lo problemático no es la tecnología, sino cómo se gestiona desde las políticas públicas. No habría tanta inquina si no fuese por las prohibiciones a un tipo de tecnología concreto. Si la superioridad tecnológica se impone por la demostración de sus ventajas, no hay nada que odiar. Nadie odia el VHS porque se impusiera al vídeo beta, ni al DVD porque superara al VHS.
Pero si el gobierno decide que ya no puedes usar tu walkman porque te impone el CD, y a la gente le supone tener que elegir entre un coste inasumible o dejar de escuchar música, pues lógico que haya quien se aferre a las cintas de casete y odie el discman, incluso pese a sus ventajas.
Estamos hablando, no lo olvidemos, de que el coche es el segundo gasto más importante de los hogares, solo después de la hipoteca. No tener esto en cuenta a la hora de decretar su obsolescencia impuesta y su sustitución por otro vehículo el doble de caro, es de una miopía incomprensible.
Un ejemplo para no irme muy lejos: mi coche. El precio de mi coche, Peugeot 208 Allure Pack gasolina, precio en la web: 21.000€. El mismo modelo, con el mismo equipamiento, en versión eléctrica pura: 35.600€. El más sencillo en equipamiento con motor térmico (versión Active): 18.200€. El más sencillo en equipamiento con motor eléctrico: 32.500€. Todo dicho.
Que además desde colectivos de usuarios del vehículo eléctrico oculten información sobre algunas carencias actuales más que evidentes como la necesidad de una plaza de garaje privada con infraestructura de carga para su uso diario, hagan trampas con sus ventajas como manipular los tiempos de carga a la baja, la autonomía siempre en condiciones óptimas de laboratorio (omitiendo además el desgaste que produce a las baterías el abuso de los supercargadores ultrarápidos), y el ahorro energético siempre al alza (calculan cuánto te puedes ahorrar en gasolina comprando un eléctrico teniendo en cuenta el entorno más favorable para el eléctrico: carga en casa con paneles solares y acumuladores frente a una gasolina a 2€ el litro y un vehículo que consuma 9 o 10 litros a los 100km, que es el entorno más desfavorable y casi irreal para el de combustión medio, y esto es hacer trampas se pongan como se pongan), pues no contribuye a que haya un clima de diálogo y entendimiento precisamente.
Por supuesto, que encima desde ese trono de superioridad moral que da el dinero te acusen de estar destruyendo el planeta con tu modo de vida, cuando bastante tienes con sobrevivir día a día, no ayuda precisamente al espíritu de concordia.
¿Todo esto implica que estoy en contra del vehículo eléctrico? No: implica que estoy en contra de la simplificación, de la imposición generalizada sin tener en cuenta el contexto, de omitir el impacto socioeconómico, y en contra también de un ecologismo sin perspectiva de clase, que Carlos Taibo ha denominado «ecofascismo».
Esta mañana leía precisamente en la prensa acerca de una denominada «fatiga ambientalista» y de cómo la Unión Europea va a tener que apretar el acelerador si quiere cumplir con los objetivos marcados en su agenda verde. Y yo sigo diciendo que lo fácil es descartar la oposición a las medidas adoptadas calificándolas “el lobby”, “la industria”, “la ultraderecha”, “una panda de garrulos”, etc. Pero detrás de lo que definen como fatiga ambientalista hay gente cansada de políticas en las que el planeta importa más que las personas.
No estoy yo haciendo el TFG sobre incels y movimiento MGTOW si desde la sociología solo analizáramos aquellos colectivos con cuyos argumentos conectásemos ideológicamente, no sé si me explico.
Los coches eléctricos representan un paso crucial hacia la sostenibilidad y la reducción de la huella de carbono. Su innovación tecnológica está transformando la industria automotriz hacia un futuro más limpio y eficiente.
Y, por el camino, nos dejamos uno de los avances que ha supuesto una transformación crucial en la movilidad de la clase obrera.
El coche eléctrico es la calesa del siglo XXI.
A esa forma de concebir la movilidad, y los recursos naturales en general, exclusivamente para ricos Carlos Taibo le ha puesto un nombre: ecofascismo.