Las noticias que llegan desde Afganistán son terroríficas. Escribo esto con las imágenes del aeropuerto de Kabul sumido en el caos, con la gente intentando escapar a la desesperada del país. El futuro que les espera a las mujeres afganas bajo el yugo talibán lo conocemos bien, la eliminación total de cualquier libertad, la ausencia de derechos, la desaparición de la vida pública y el sometimiento en la vida privada. Cualquier leve desviación de la norma que se perciba es castigada con la violencia más extrema. La sensación que me produce solo la puedo describir con una palabra: impotencia.
Y no es gratuito hablar de impotencia, porque no dejo de preguntarme de qué modo desde Occidente, y particularmente desde Europa, hemos contribuido a este estado de cosas. No escribo esto desde el sentimiento de culpa poscolonial, ni tampoco soy ajena a la idea de que poco podemos hacer ante intereses económicos y geoestratégicos de las grandes potencias mundiales. Más bien estoy pensando en la estrategia del pie en la puerta, cómo desde Europa se ha facilitado el caldo de cultivo del islamismo aprovechando precisamente ese sentimiento de culpa poscolonial al que aludía, a acusaciones de racismo e islamofobia para silenciar críticas legítimas (más adelante otros movimientos sociales utilizarían esa misma estrategia exitosa de utilizar el sentimiento de culpa como palanca para el cambio social y catalogar de «fobia» cualquier crítica, legítima o no). Parafraseando a Amelia Valcárcel, le hemos tolerado al imán lo que jamás le permitiríamos al cura, y así es como hemos llegado hasta aquí.
Antes de las vacaciones de verano me despedí con una reflexión sobre la relación entre Podemos y el movimiento feminista, y me preguntaba «¿cómo hemos llegado hasta aquí?» Hoy me gustaría empezar esta nueva etapa haciéndome la misma pregunta, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? La respuesta no es nada fácil.
Desde el feminismo urge la autocrítica. Porque creo honestamente que en aras de la inclusión y de la diversidad hemos amparado un movimiento profundamente reaccionario y lesivo con los derechos de las mujeres.
En los colectivos feministas ha utilizado el hiyab como un icono de la inclusión, no para reivindicar su liberación sino como un elemento empoderante e identitario. Se ha abrazado el feminismo islámico, surgido en Europa y se han reinterpretado símbolos de opresión bajo el marco de la diversidad cultural. En palabras de Násara, en ningún país donde el islam es una religión impuesta existe un movimiento de liberación de las mujeres.
Frente a esto, cualquier crítica al uso del hijab es catalogada inmediatamente de racismo e islamofobia, como las propias apóstatas del Islam nos recuerdan.
Un ejemplo es la performance de las Burka Queens en Amsterdam, en el contexto de la celebración del Orgullo LGTBI, donde varias personas entre ellas el líder del Partido Laborista Holandés, Hendrik Jan Biemond, aparecieron luciendo burkas de colores en protesta por la ley que prohíbe su uso en el espacio público.
En España, activistas como Brigitte Vasallo niegan el origen patriarcal del burka y su uso como herramienta de opresión, y lo reivindican como una mera prenda de ropa que las mujeres eligen o no utilizar en el contexto de su libertad individual, mientras en política Nora Baños en Podemos y a Najat Driouech en Esquerra Republicana son las máximas representantes del uso del velo como prenda que representa su identidad y no supone ninguna barrera al ejercicio de su libertad.
Mimunt Hamido explica en su libro publicado recientemente, «No nos taparán», cómo el hiyab como símbolo y el islamismo como ideología han crecido en las sociedades europeas al calor del desarraigo social. Y es que aunque el racismo se haya utilizado como arma arrojadiza para desactivar toda crítica, lo cierto es que ese desarraigo social tiene su origen precisamente en el racismo institucionalizado en las sociedades europeas. Jóvenes que no se sienten «ni de aquí ni de allí» abrazan los símbolos que atribuyen a unas raíces que desconocen en un país, en una sociedad y una cultura de las que se sienten ajenos y que a les rechaza a su vez.
La reivindicación de la diversidad surge tras el fracaso de la integración. Conocido es el alegato de Daniel Bernabé, «La Trampa de la Diversidad». Lejos de mi intención defender que todo lo que no sean las reivindicaciones propias del hombre blanco hetero con estudios universitarios supone la fragmentación de la clase obrera, en lo que podríamos llamar «La Trampa de la Homogeneidad». Ahora bien, las estrategias de pertenencia y de diferenciación social como forma de expresar la propia identidad son mecanismos estudiados en ciencias sociales. Y aquellas sociedades que han fracasado a la hora de hacer sentir a los hijos e hijas de la inmigración como parte de un proyecto común, que les sitúa de manera permanente en el estatus de «los otros», tiene una gran responsabilidad en la construcción identitaria de ese «otros».
Como decía, Mimunt hace un repaso en su libro sobre cómo ese desarraigo social y cultural es aprovechado por elementos integristas para la radicalización del discurso de puertas para adentro, mientras se dulcifica aprovechando el feminismo de puertas para afuera. Los elementos más significativamente opresores de la religión son utilizados como iconos identitarios y reivindicados en el contexto de la «libre elección».
Por su parte, publicaciones feministas de referencia como Pikara se hacen eco de estos dilemas identitarios, pero desde un marco completamente diferente. Un ejemplo es la entrevista a Iman El Azrak que titulan con el elocuente título “Fue igual de liberador ponerme el hiyab que quitármelo”.
Una liberación que solo puede darse en sociedades libres ignorando que numerosos países como Afganistán por ejemplo esa liberación es penada con severos castigos físicos, cuando no directamente con la muerte. Una libre elección que solo es posible en sociedades que garanticen los derechos y la libertad de las mujeres, y solo hasta cierto punto si hacemos abstracción de los contextos sociales, si asumimos que la presión social en las comunidades de referencia no existe, y si nos creemos la ficción de que los únicos elementos de presión social que existen son los de tipo coactivo, entonces sí podríamos decir que en Europa nadie te apedrea por no renunciar al hijab y por lo tanto existe «libre elección».
En el libro de Ángela Rodicio, «Las Novias de la Yihad», expone de forma magistral cómo ese mismo sentimiento de desarraigo es utilizado por las redes de captación del ISIS para formar parte de la milicia muyahidin.
¿Por qué una adolescente europea, con estudios universitarios y una relativamente buena posición social, decidiría unirse al Estado Islámico para hacer la yihad? La respuesta está a medio camino de aquel documental que os recomendé sobre las redes de captación para la explotación sexual, los padrotes de Mexico, que utilizan el amor romántico como palanca para lograr la sumisión de las mujeres, unida en este caso al desarraigo social y cultural que promueve el racismo institucionalizado en nuestras sociedades europeas del bienestar y al que decidimos cerrar los ojos, y un trabajo activo para explotar ambos elementos por parte de redes de captación con un objetivo muy claro.
«En la piel de una yihadista» es otro libro, este de Anna Erelle, que explora la misma vía del amor romántico y el desarraigo, la necesidad de pertenencia y de diferenciación social como elementos de captación ideológica.
En este caso, Anna Erelle el el seudónimo de una reportera infiltrada en el ISIS, contra la que el Estado Islámico ha lanzado una fatwa pidiendo su muerte. En él describe los métodos de captación, cómo utilizan las redes sociales para contactar, el desarraigo para llamar la atención, y todos los mitos del amor romántico para seducir y lograr la sumisión. Salir de ahí una vez dentro significa repensarse, replantearse toda una cosmovisión que va mucho más allá del islamismo y que hunde sus raíces en elementos culturales que tenemos absolutamente integrados, y que logran explotar con éxito para su causa.
En los análisis sobre el fanatismo talibán, que pasan de puntillas sobre todos los elementos de control de los cuerpos de las mujeres con los que convivimos a diario y que hemos normalizado en nuestras sociedades, nos ocurre con frecuencia como con la violencia de género: que nos centramos en la punta del iceberg, en el caso de la violencia de género en los asesinatos machistas, y en el caso del islamismo en el burka y en la represión talibán, y nos olvidamos de todos los pasos previos que han conducido a esas situaciones extremas. No se llega por casualidad a la imposición del burka, a la represión total de las mujeres, a su eliminación de la vida pública y a su completo y absoluto sometimiento, como si de un fenómeno atmosférico se tratara.
Así que sí, creo que es pertinente la autocrítica desde el feminismo. Creo que es necesaria la reflexión sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Cómo en aras de una mal entendida tolerancia hemos admitido la represión de los cuerpos de las mujeres. Cómo se ha utilizado la diversidad como excusa para tolerar la opresión. Cómo le hemos abierto la puerta al integrismo, cómo le hemos dado cobertura ideológica y así hemos dejado desamparadas a las mujeres sometidas a lo que aquí reivindicamos como empoderante. Cómo reclamamos como libertad de elección unos símbolos que suponen la muerte a otras mujeres que tienen la osadía de renunciar a ellos. Si nadie será libre hasta que todas seamos libres, lo primero es abandonar ese cinismo del «es su problema» y asumir que nuestros actos, y nuestros discursos, tienen consecuencias.